En un paisaje antaño eran fríos de amores incondicionales, y los juegos que parecían inofensivos, hicieron huecos y espacios zigzagiantes en cada pedazo del pecho. Había profundos lagos en lagunas: sus oleajos devoraban los dolores antes sutiles. El monstruo de la apariencia observaba a lo lejos, pero nada tenía que decír.
En instantes escasos escuchábamos la voz del alma. Su suave ternura nos hacía reir, su luz y brillo acariciaban desde adentro el camino, las razones inequívocas parpadeaban por las tardes, aquéllas marchitas, dolosas, pasadas en tiempos hoy incomprensibles.
Entrañables.
(Autorretrato, 2009).
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